WE'RE NOT IN WONDERLAND ANYMORE, ALICE.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Todos los días

 Pienso en la muerte todos los días. Desde distintos ángulos, a veces en la mía, a veces en la ajena, a veces en la de otres -que no nos es ajena, porque morimos un poco junto con elles-, a veces en factos: todes, algún día, nos vamos a morir. No vamos a saber cuándo. No vamos a saber cómo.


Pienso en la muerte todos los días, y posiblemente todas las noches. A veces, es lo primero que ocupa mi mente al despertar, otras veces lo sueño. Muy frecuentemente, irrumpe con violencia en mi accionar cotidiano, como yuta en allanamiento. O suele aparecer como un anuncio spam, de esos que ocupan toda la pantalla, sin respeto alguno por lo que estabas haciendo. Pero los peores momentos para pensar en la muerte, son los inoportunos: los felices, los divertidos, los que se supone deban ser memorables y disfrutarlos es casi una obligación. Por si no quedó claro, estos pensamientos no son algo que elijo. La muerte es una ocupa, vive en mi cabeza sin pagar alquiler y encima, me cobra.


Me cobra en las monedas más caras: salud, tiempo y energía. Como peón de la muerte misma, el pensamiento, también se cobra miles de vidas; a veces literalmente, y otras veces, asesina deseos y esperanzas. En mi caso, la de algún día poder domar mi mente. Y no; para bien y para mal, es indomable.


Es una relación estrecha la que tienen la muerte y mi cerebro: de manera concreta, se complotan para asesinar mis anhelos y mi voluntad con falta de dopamina y noradrenalina; de manera abstracta, mi psiquis le abre todas las puertas para que entre como y cuando quiera. Por ejemplo, ante la sequía de neurotransmisores, la mayoría de mis proyectos mueren antes de concretarse, mientras psicológicamente el memento mori aparece para sentenciarme por eso: un día te vas a morir y no estás siendo capaz de crear una sola cosa con la que garantizar tu trascendencia.


Y pienso en los textos sin terminar, en todos los cuadros sin pintar, en las mil ideas diluidas en el Hades del perfeccionismo. Incluso, en mi identidad: ¿Y si me muero y en mi placa ni siquiera dice mi nombre? ¿Y si la muerte me llega antes que la epifanía de saber cuál es?


Así es que llegué a la conclusión de que todo lo que hago no lo hago por mi vida, sino por mi muerte. No creo mis proyectos desde el disfrute de vivir, sino desde el pánico a morir sin haber hecho nada. Y no los concreto, entre otras razones, porque si el objetivo es morir realizade, realizar derivaría -por (i)lógica- en mi deceso. "Mientras haya cosas sin terminar, habrá motivos para vivir", premisa carente de ambición, basada en la fantasía de tener el control sobre sucesos no directamente proporcionales, y la irracionalidad del pensamiento místico de que "cumplida la misión", nos retiramos.


Ahora, cuando el memento mori no viene desde adentro, sino desde el afuera, pareciera tener un impacto más directo, más violento y movilizador. Ya no es un intruso al que te acostumbraste, sino una bomba catártica que te sacude el espíritu. En ese momento entendés cosas, te crees capaz de todo (por el sólo hecho de estar vivo), la dopamina se pasa de rosca y te hace creer que podés concretar 30 años de proyectos inconclusos en una noche. De la parálisis a la euforia, y de la euforia, en caída libre a la realidad. El ciclo se repite.


Y pienso en la muerte todos los días, y todas las noches. Sin saber qué hacer con ella, y mucho menos, con mi vida.