Cuando experimentás días en los que se vuelve aplastante la incapacidad de levantarte (en todo sentido) y trabajar en vos, entendés que después de todo, levantarte e ir al trabajo, no es tan agobiante (y hasta lo deseas).
Cuando vivís en la propia carne, y alma, y espíritu, la enfermiza oscuridad y violencia de una psiquis perturbada, entendés lo irresponsable de la romantización de la insanía.
Cuando salir de un estado doliente y peligroso que te retiene y aprisiona se vuelve urgente, entendés el verdadero significado de la ansiedad, de la desesperación, de la no paciencia, del sentir que no hay tiempo para darle tiempo, que no podés esperar. Sos una bomba, tic, tac...
Cuando sentís las cadenas de la dependencia hacerte surcos en la carne hasta llegar al hueso, entendés que la independencia y la libertad son valores a los que nos acostumbramos y hemos dado por sentados.
Cuando caminás por tanto tiempo el mismo laberinto, y a cada paso te perdés más y más, y te planteás si en realidad no tendrá ninguna salida, entendés la importancia de la quietud y la pausa para volver a encontrar el norte.
Cuando la insoportable sensación de no querer estar en ningún lado te desorienta al punto de pensar que la única forma de no estar ningún sitio, es desaparecer, entendés que aquel insoportable espacio que no podés habitar, es tu propio ser.
Cuando no sabés quién sos, y sentís que nadie de quién has sido (o pretendido ser) todo este tiempo te revela tu verdadera identidad, entendés lo importante de los deseos, de la motivación, de construir y de aquel elemento imperceptible que existe detrás de todo eso. Y duele en lo más profundo no poderlo encontrar (encontrarte).
Qué difícil ser.
Qué inútil entender lo que te pasa cuando de todos modos no sabés qué hacer con esa información.